viernes, 10 de octubre de 2014

Los Altos

La jarra de hidromiel seguía en la mesa después de la noche anterior y alrededor de ella, las moscas se degustaban con el sabor del ayer. Elron estaba tumbado boca abajo en el sofá, sujetando la botella de whiskey con la mano aún. Había decidido que necesitaba algo más fuerte que un poco de vino o hidromiel para superar lo que había acontecido aquel funesto miércoles en que la nieve comenzó su caída hacia el abismo de la tierra, en aquel páramo enterrado entre escarpadas cumbres de roca gris.
La escena de su hermano sanguinolentamente asesinado en mitad de las calles de la aldea aun se colaba entre las rendijas de sus sueños, como un retrato imparable de la escena más truculenta y terrorífica de su vida. Aun tenía los ojos mojados en lágrimas, y vestía la ropa ensangrentada tras abrazar su cadáver, sobre el que la nieve comenzó a teñirse de rojo, como envolviéndolo en las mantas que lo llevarían al otro mundo, con los Altos. Las nubes desfilaban en procesión y la melodía del silencio acompañaba a su hermano mientras las Hermanas Doradas lo ascendían entre sus brazos a lo alto de la montaña.
Gritó, lloró desconsoladamente, dio patadas a todo lo que estuviese en su camino, rompió cristales y muebles, pero nada más que el eco de la desesperación llenaba ya aquella aldea desierta, de la que ya no quedaban ni los susurros de las viejas en las puertas, ni las risas de los niños al correr para tirarse en la fuente durante los calurosos días de verano, ni las miradas de la gente. Nada. Simplemente muerte, grises y abrazos despegados entre las paredes de las pequeñas casas.
***
La guerra había comenzado hace tiempo, y la gente se había ido extinguiendo. Su reloj de arena cesó de girar y al tiempo que el último grano de arena pendía de la parte de arriba, un suspiro y los más profundos pensamientos de aquella persona se revelaban ante el mundo. Un amor verdadero, una amistad profunda, un respeto sincero y el odio más eterno eran normalmente los últimos deseos de la gente que, tras la caída imparable de aquel grano, se desvanecía entre un haz de luz blanquecina y dorada, para reunirse arriba con la vida en sí misma, para salir de la caverna y del abismo en el que habían vivido toda su vida. Era el fin del entrenamiento, un entrenamiento largo como una vida y el lugar en el que se educaban los Homo Sapiens biológicos, para evolucionarlos en personas.
Cada persona disponía de un reloj de vida, de arena, que los dioses proporcionaran, y que giraba antes de terminar, concediendo más tiempo de vida a los pequeños antes de ascender, según se hubiesen comportado al juicio de los Altos, y según su desarrollo fuera o no adecuado para las aptitudes que los Altos buscaban en ellos.
A menudo Elron se planteaba si en verdad habría algo allí arriba, si los Altos permitirían aquellas injusticias en su mundo, o si eran injusticias premeditadas, hechas para divertir a algún público que probablemente se considerase desgraciado sin siquiera pararse un segundo a reflexionar sobre las comodidades de la vida, y a como desperdician los atisbos de vida que se presentan, cambiándolos por momentos para observar las miserias y aconteceres de otros individuos a los que en el fondo consideran afortunados y cuya vida envidian.
Sin duda, entre todo el dolor y heridas abiertas en el interior que la tarde del día anterior había desencadenado, entre las lágrimas, había un núcleo de ira en su interior que gestaba la más feroz de las bestias que el mundo hubiese reconocido. El hecho de ver al causante de todo su sufrimiento regodearse y cantar victoria, y luego desaparecer en mitad de la niebla dejando solo su risa siniestra era lo que alimentaba su odio. Aún resonaba en su cabeza tal melodía, siniestra como pocas, y sentía que por dentro, al tiempo que su vida se resquebrajaba y se rompía en mil pedazos, algo nuevo resurgía de entre los cristales rotos del templo que hubiese adorado para sí mismo una vez.
No importaba que un castillo de marfil interno se hubiese roto, pues el fuego eterno que guardaba latía, lento y pausado como siempre, y el dragón que dormía su interior, dócil y tranquilo toda su vida, abrió un ojo listo para atemorizar. Era hora de reconstruir el imperio. Era hora de castigar. Era la hora de la venganza.
***
A Elron no le asustaba pensar en los Malignos, ni en su oscura orden que había nacido para pervertir al mundo. Casi tan antigua como la de los Altos, los Malignos eran sus mayores rivales, y los únicos que no habrían podido ser eliminados en las guerras del pasado, después de que los Altos se hiciesen con el control de los cielos y así, a su antojo impusieran las normas que les convenían a los mortales, recordando lo insignificantes que son, y como podían ser aplastados sin dudar ante la mirada del resto para deleite de los ojos de los Carnívoros, su arma más poderosa, ahora encerrados y custodiados. Fueron su arma más poderosa durante la guerra, pero incluso los Altos decidieron que estaban corriendo un gran riesgo si quedaban en libertad.
Los malignos se resignaron en una esquina del mundo, nefasta, pobre y despoblada, donde rigen hasta el día de hoy, gestando sus incursiones en los territorios de los altos.
Por desgracia, en mitad de este juego divino, quedó una aldea en disputa, probablemente el lugar más hostil conocido por Historia, la Alta sabia, que gestó el tiempo junto con Espacio, que puso especial detalle en crear este rincón en el que vivían Elron, y hasta hace relativamente poco, su familia.
Podría parecer una simple aldea, perdida de las bellas cascadas, llanuras y desiertos del mundo en las que prósperas tribus crecían mecidas por las normas y a la sombra del yugo de los dioses, y qué pobres desgraciados, que su felicidad no es verdadera, pues ignoraban que eran las fichas a salvo en mitad de la partida de ajedrez, pero aun así, el lugar era especial.
Allí crecían las únicas gentes a las que se les prometía ver el juego, desde dentro, las que sabían a que jugaban, y las que más duramente serían tratadas, pues tendrían que escapar al juego de los dioses. Solo en este lugar se destinaba a las mentes, que por probabilidad genética, en el juego de probetas de los Altos, ya desarrollados en el mundo de la ciencia y lo suficientemente aburridos como para jugar a la creación, tenían una disposición a ser excepcionales, brillantes y cuyas ideas podrían cambiar el mundo, y, sobretodo, malograr semejante inteligencia y capacidad para vencer de una vez por todas a los Malignos.
***
Elron miró su reloj de vida. Solo hacía un par de días que había girado, por el acto de benevolencia de los Altos y la arena se deslizaba por él despacio, cayendo y agotando lentamente la vida de cada una de las células de su cuerpo.
Sabía que, tras la incursión de los Malignos en su aldea, atacando así el imperio de los Altos, éstos dejarían de preocuparse de las vidas que yacen sobre la superficie de sus dominios que entablarían una cruel batalla contra sus más acérrimos enemigos hasta derrotarlos.
Lo peor de todo, era ver como la poca vida que una vez hubo en aquel campo de entrenamiento, se desvanecía, se marchitaba al igual que lo hicieron las flores. La hierba se secó, el río dejó de ser de cristalinas aguas y ahora corría gris entre las rocas, llenas de tempestad por dentro reflejando la tormenta que se comenzó a gestar en los cielos. El frío comenzó a invadir todas las esquinas, y se colaba entre las casas haciendo tiritar a los niños por las noches. Eran los Altos, preparando su ofensiva.
Y luego, luego vino lo peor. Ver cómo tras el agua, el pan y los campos se marchitaban las personas. Todos los hombres y mujeres, que con esfuerzo se aplicaban para poder ascender al mundo de los Altos, para complacerlos y salir de aquella jaula y del tablero, vieron cesar el giro de sus relojes, y la mayoría, atemorizados, caer la ultima brizna de vida para siempre, con los ojos llenos de lágrimas y sincerándose en el infierno, como nunca habrían imaginado.
Hombres y mujeres justos, niños aprendiendo aún, muertos por las calles. Llegó un momento en que las Hermanas Doradas visitaban a diario la aldea, en busca del cuerpo con sus haces de luz celeste en mitad de la noche. Luz, sí, pero tétrica como ninguna otra.
Quizás si él, Elron, hubiese muerto así no tendría el pensamiento que tiene ahora. Quizás, si su hermano no hubiese asesinado, no tendría en la cabeza las ideas prohibidas que una vez le obligaron a recitar de niño para grabarlas con el fuego de la opresión en su mente. Pero como es lógico, lo peligroso de jugar a ser Dioses es que se pueden crear cosas que escapen al control del mismo. Y eso es algo de lo que los Altos, en su soberbia, habían obviado como una luna nueva en un cielo estrellado. Cegados por la idea de controlar todo le mar de estrellas, habían olvidado que las mejores noches para caminar por la oscuridad son aquellas en las que la luna canta el antiguo aria de la Reina de la Noche, y luce protagonista su pálido brillo sobre todas las estrellas.
No, la mitología estaba muerta, para ellos, pero tan estúpidos habían sido que la habían grabado en el mundo terrenal, como quien guarda los periódicos viejos en el sótano. Elron encontró un viejo libro, ajado, sucio y húmedo en el fondo del rio, pero sorprendentemente sus páginas no se hallaban borradas, y todas las historias estaban impresas aun entre aquellos maravillosos dibujos con los que se deleitaba la mente de vez en cuando. Ese libro, fue el detonante, la gota que hizo girar el mecanismo y hacer que la mente del joven muchacho que algún día sería un hombre, viese la verdad, y el mundo tal y como es en verdad. Ese libro era su alma.
En el interior, un maravilloso trozo de cristal Espejo estaba escondido en una de las tapas. Era el mayor tesoro de Elron que conservaba, como un anciano guarda el muñeco favorito con el que jugaba de niño, y lo mira con ilusión para sacar fuerzas para la larga vida que le queda.
***
Con todo el pesar del mundo, se levantó a tientas del lecho. Era de día, pero por muchos rayos de sol que iluminasen la tierra, la ira de los dioses eclipsaba con densas nubes cualquier atisbo de esperanza sobre la montaña. Parecía poderosa, inexpugnable, pero aquello no iba a frenar el deseo que tenía de vengarse de los Altos. Tras reposar un poco, embaló víveres y las cosas necesarias para un viaje mediano, a pesar de que sabía que no le durarían mucho tiempo. Cogió también el trozo de cristal Espejo y se lo ató a la pierna para no perderlo.
Se iba a dirigir hasta la cumbre, a la que ningún mortal había llegado jamás (todos habían sido aplastados antes de alcanzar la cima), donde se encontraba la Guardiana de la Escalera de Cristal. Por aquel fantasioso camino, se podría acceder hasta el alto mundo, donde Elron pensaba llevar a la práctica la idea  de justicia que tenía en mente.
Los Altos estaban tan encerrados en sus planes para derrotar a los Malignos que no advirtieron que en su cantera de humanos, no todo estaba muerto. Que por mucho que el pueblo ya no viva, su espíritu más inherente a la valentía innata que solían tener los humanos de antaño seguía vivo en la persona del hombre que había crecido, pero que a diferencia de los demás, también lo había hecho en mente.
Se quitó las ropas ensangrentadas y cogió su reloj de vida, guardándolo en el bolsillo interior de la chaqueta. Se detuvo un momento en su casa, para observar el silencio destruyéndolo todo, y los recuerdos bailando valses de soledad alrededor de los pasillos. Una vez fuera, una orgía de ecos mentales e imágenes en diferido lo inundaron, transportándolo a un tiempo tan feliz como irreal. Elron sabía que era un truco de su mente para adaptarse a la situación, que su cerebro y su diseño en forma de patrón lo engañaban, pero él había aprendido a engañarlos a ellos, y por ello hizo que todo eso se esfumase de su mente.
Comenzó la partida, dando un paso, otro paso, sin pensar. Oteaba las sendas entre los arbustos. Huía de las manadas de lobos, que merodeaban por los alrededores de las montañas. Jamás había sobrepasado los límites de la aldea, o al menos tanto, pero tenía la sensación de que sus sentimientos lo guiaban. La esperanza le daba la mano, la fuerza lo impulsaba por la pendiente, y el valor lo agarraba al resbalar por los riscos, evitando que cayese al mar de piedras puntiagudas que asolaban las lindes exteriores del bosque. Tardó unos 3 días en rodear todo el bosque denso que rodeaba su hogar, pero a pesar del gélido aliento de las noches y del cansancio, siguió adelante.
Una vez arribó a la parte rocosa de la montaña, alta, escarpada y gris, pobre y sin árboles ni arbustos, debería haberse preocupado más por ocultarse, pero no lo hizo. Sabía que la hipocresía cegaba aun más a los Altos, y que su odio y codicia tapaban sus ojos y oídos, y llenaban sus rostros con el olor y el sabor amargo de una victoria injusta. La sensación de falsedad había sido patente desde el fin de la conquista, pero los Altos supieron como apelmazar ese dolor con inversiones de valores y mano férrea, poder absoluto, y dosis varias de ignorancia, hipocresía y en el fondo, estupidez. Pero eran hábiles, y no querían en absoluto ser desterrado de su puesto de divinos del mundo.
Tras un vertiginoso ascenso por las escarpadas laderas rocosas, la subida por la última etapa de la montaña comenzó a hacerse cada vez más dura. Un viento duro arreciaba en aquellas alturas las nubes comenzaron a invadirlo, susurrando palabras misteriosas y en idiomas antiguos que lo incitaban a mirar hacia atrás y volver hasta marchitarse en un rincón de su casa.
En ese momento comenzó a caer una lluvia gélida que inundaba sus pies, con tono lúgubre sobre su ser. Era como si lo regasen con una esencia de desesperanza y tristeza. Le flaqueaban las fuerzas y tenía ganas de llorar, pero se contuvo, y mantuvo encendida la llama que lo hacía avanzar por la montaña, impetuoso y con muchísima fuerza interna.
Caminó hasta el lugar en el que el suelo desapareció y pisó las nubes. Era como caminar por los pastos que había imaginado de pequeño, con la hierba verde esponjosa entrecruzándose en los pies y suave como las caricias de un amante en una mañana soleada. Estaba en la interfase entre el mundo de la destrucción en el que se había visto inmerso toda su vida, y el presuntamente maravilloso mundo de los Altos en el que las lecciones terminaban, y comenzaba la vida de verdad. No había nada más que cielo entre las nubes del suelo y la plataforma gris sobre su cabeza.
Caminó, más lento, por la llanura suave y hasta le parecía deslizarse a la par que haces de luz salían de entre las nubes. Pensó que las Hermanas Doradas lo verían, pero éstas solamente subían o bajaban entre sus cúpulas llenas de pureza luminosa, sin pararse a observar como Elron invadía el limbo que lo separaba de los Altos.
Llegó al fin a la puerta custodiada por la Guardiana de la Escalera de Cristal, delicada y frágil, pero punto de conexión con su objetivo. La Guardiana era una anciana que se encontraba reposando sobre un sillón, acariciando lo que a Elron le pareció un bello animal luminoso, dorado y plateado, con ojos de luz azul y un aura de magia y destellos que lo hacían deseable como lo es una mujer en las frías noches de invierno. La anciana desprendía ese aura luminosa, y no tenía ojos, tan solo un leve destello blanco entre nubes que giraban como si estuvieran contenidas en pequeñas bolas de cristal.
Elron se detuvo al llegar a unos dos metros, y observo a la Guardiana. Estaba callada y no movió sus labios de porcelana blanca, pero en su mente resonaron las palabras que le indicaban que no todo estaba perdido, y que aún quedaba hueco para la esperanza en aquella locura:
-“Sé quién eres, y se a qué has venido. No soy yo quien impedirá tu paso, pues yo también me encuentro sometida a los caprichos de los Altos. Y todo tiene un límite. La Fuerza es el resultado de la esperanza y la valentía puestos en práctica, Elron, y tú eres Fuerza. Puedes conseguirlo.”
Acto seguido, la llanura de nubes comenzó a oscurecerse, y la luz se concentró en torno a la Guardiana. Cuando la luz cegó a Elron, se tapó la cara y se agachó para protegerse del leve sonido del cual partieron cientos de palomas blancas con polvo que lo rodearon inmediatamente. Desprendían un olor a azahar y aire fresco que llenó sus pulmones y lo hizo levitar.  
Comenzó a ascender flotando por la escalera rápidamente, sin sentir el peso de su cuerpo. Contempló la hermosa llanura nubosa, pero de pronto el paisaje quedó oscurecido y se encontró en el interior de una enorme catedral. Con paredes de acero pintado de negro, remaches atornillados por todas partes, y un olor a azufre, petróleo y sangre, aquel lugar lo impresionó, pero no lo hizo temblar. Sabía que había llegado a su destino.
La frágil escalera de cristal lo había llevado a la sala principal del palacio de los Altos. El lugar, como había sido obligado a aprender, era en núcleo de la sociedad de los divinos, en el que se procedía a la coronación con el título de humanos, de los recién llegados del campo de entrenamiento, o de selección, más bien.
Sin embargo, aquel lugar parecía desierto y sucio, cerrado, como si no se hubiera utilizado en años. Los Altos habrían dejado de preocuparse por las cosas banales como las vidas creadas al comenzar su guerra contra los Malignos. Caminó por las galerías, con el eco de sus pasos resonando por todas partes. Al principio, se escondía por las esquinas, pero luego no tuvo miedo de ser descubierto, y abrió los ojos a la posibilidad de que tampoco hubiese nadie lo suficientemente preocupado para buscarlo. El trozo de cristal Espejo que encontró en el río estaba frio contra su pierna, y lo notaba a cada paso que daba. El momento se acercaba.
Dobló varias esquinas, subió galerías, abrió puertas, corredores, salas y armarios, pero todo se encontraba vacío. Aquel lugar no parecía el reflejo de vida prometido, más bien al contrario, el averno infinito, la tristeza inmortal, refugio de la inmoralidad y de la hipocresía de los Altos que habían construido aquel monumento al despotismo. Consiguió dar con una galería que lo llevó hasta un balcón que daba a una especie de gran atrio. Era una plaza cuadrada, negra también con piedra desgastada y mojada por la lluvia infinita que inundaba aquel lugar.
La plaza olía a putrefacción, humedad, y a pesar de estar al descubierto, un verdadero cúmulo de sensaciones era lo más respirable de aquel decrépito lugar. Los ojos de Elron no pudieron evitar mojarse al llegar al balcón. Pocas escenas como aquella habían pasado por ellos en lo que hasta ese momento el había considerado su cárcel.
Un valle de almas perdidas, amontonadas, apagadas y mojadas en azul, llenaban el centro de la plaza. Eran los Altos. Todos ellos, apilados, con sus ropas aun bañadas con su sangre de azul zafiro, superpuesta con la piel celeste que un día brillaría emitiendo signos de poder allí por donde psaran. Todos allí, descansando, con la fortuna de estar muertos, formando un paisaje desolado de justicia que hacía al cielo llorar, y que los malos deseos se condensasen en la mente de Elron.
La idea de no poder hacer justicia no era asumible por su mente. Se vió desconsolado y comenzó a llorar alto y entrecortadamente. Sus llantos, lágrimas y lamentos rebotaban alrededor de todo el atrio. Mantuvo el llanto unos minutos, hasta que las lagrimas, ya bastante desgastadas de sus ojos no le salieron. Recobró el aliento, y se dirigió hacia el borde del balcón. Los miró con todo el desprecio que guardaba y emitió más odio en ese momento con sus ojos del que había sentido en toda su vida. Subido al balcón, tomó aliento, y comenzó a gritar su homilía de despedida hacia el imperio de los Altos:
“No, no os lo merecéis. No merecéis cesar vuestras viles mentes. No merecéis daros de baja en el universo. No tenéis derecho a descansar después de las atrocidades que habéis cometido. Miraos, todo vuestro universo, vuestro laboratorio terrícola, acabado. ¿Y vosotros? Vosotros no sois nadie para controlar lo que hacéis con la vida. Ni siquiera, por muy avanzados que estéis, podéis comprender el significado de algo tan horrible. Es el peor castigo que podríais haber dado a toda esa gente. Y me alegro, me alegro de que haya terminado. Me alegro del triunfo del mal, porque si el mal supone evitar la ignorancia, no creo que sea un mal.
Vivimos ahí abajo, engañados, soñando con llegar al paraíso de vuestro mundo, y no hay nada. Sólo es humo, como el de vuestras Hermanas Doradas. Nada. Son todo ilusiones, pero aunque os creáis perfectos, no sabéis quitar la capacidad de desilusión, las ganas de morir, las ganas de abandonar el mundo, sobretodo el Alto. Porque sí, a veces es mejor apagar la mente, y dejar que la vida siga su curso, porque hay cerebros que no aguantan tanto sufrimiento. Podríais haberlos diseñado, ¿eh? NO. No sabéis hacerlo, porque en el fondo, sois iguales que nosotros, somos todos lo mismo. Andamos aquí perdidos, sin pensar, gobernándonos por la codicia y las malas obras. Y vosotros lo habéis llevado al límite.
Así que enhorabuena. Enhorabuena por haber hecho llegar a esta raza a su ocaso, enhorabuena por este recuerdo tan bello que hemos dejado como planeta. Enhorabuena por habernos hecho llegara a la cumbre de la decadencia. Y enhorabuena por habernos dado un final, porque era necesario. Pero no es tan fácil acabar con las personas que creen en algo, y sí, este será nuestro final terrenal, pero somos inmortales en el mundo que nunca conseguisteis gobernar. El cielo es nuestro, y vuestras almas corruptas para haceros con la vida eterna, jamás sabrán ya lo que es eso. Así que gracias por cedernos la eternidad, porque seguro que aprovecharemos la magia de los sueños mejor que vosotros.
Patéticos.”
Una flecha le atravesó la pierna en aquel momento y rompió el cristal Espejo que llevaba en la pierna, haciéndolo caer del balcón, sobre un manto de oscuridad Maligno que lo apagó, al tiempo que el último grano de arena pendía de su reloj de vida.
Fin 



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