domingo, 25 de noviembre de 2012

El tiempo es inútil para los sentimientos.

Se resquebrajan los finos oleos con el paso del tiempo. Se marchitan las flores de los campos en los que las bailarinas de ballet danzaban sin miedo y con alegría por todos los senderos de sentimientos positivos. Se pudren los frutos no recogidos del árbol del conocimiento, ahora oculto bajo la capa de invisibilidad de la ignorancia. Los vocablos, antes cuidados y escritos con esmero, ahora no son mas que burdos insultos de tabernero pidiendo mas alcohol que ayude a transportar al olvido aquel baúl lleno de recuerdos que una vez fueron demasiado bellos como para que después de que las tenues notas de la melodía del amor se apagasen, continuasen resplandeciendo en la oscuridad de esta cárcel en que se habían convertido los aposentos del Duque del dolor.

Este titulo era el más apropiado, mas no estaría de mas explicar el tortuoso camino lleno de tormentos que acosaron a dicho personaje durante largos e interminables años. Cuando un día de sufrimiento terminaba, una noche abarrotada de pesadillas y magia oscura invadía aquella morada en la que parecía haberse convocado la danza macabra de los espectros más infames y despiadados de las profundidades del Hades. 

Su aspecto, antes cuidado y diariamente acicalado, manteniendo una pose enorgullecida (en ocasiones demasiado) y con pinceladas de valentía, había derivado en una frágil y delgada figura, carcomida por el miedo y el horror que solo la mente de los mas alejados de este mundo puede llegar a concebir. Sus cabellos, con algún que otro mechón rubio, a pesar de la suciedad, se enmarañaban frente a sus ojos, ocultos en las sombras desde hace mas de siete lunas. Ciegos de terror, pánico, muerte. Ya no quedaba rastro de aquellos rojizos y carnosos labios, que con la dulce melodía grave que brotaba de su garganta, embelesaban a cualquier dama sobre la faz de la tierra. Su boca, o el lugar en el que se debería encontrar, fue convertida en un aspirador de sentimientos, vil, cruel y sanguinario, y única fuente para su subsistencia.


Escondido en las tinieblas de su vivienda, trataba de caer agotado, y no volver a despertar, no vivir por más tiempo aquella desgracia, peor que la subida hacia el conocimiento desde la cueva del mundo, peor que las marcas a fuego en el corazón, peor que la angustia de no saber donde se encuentra esa persona que convierte la oscuridad en luz. Ya había desistido en mutilar su cuerpo, porque el alma errante que lo había maldito se había encargado de asegurar que la vida de aquel pobre desgraciado fuese lo más larga posible. Cortándose las venas, solo sentía un ligero cosquilleo en los brazos, y un liquido azul brotaba de ellos, durante no mas de cinco segundos. Sus piernas se habían hecho inmunes a cualquier tipo de golpe, bien lo sabia en piano de cola que había dejado caer desde el tejado para comprobarlo. Las balas del fusil que guardaba de su abuelo no le rozaban, pues cuando estaban apunto de provocar el deseado efecto en el muchacho, se desviaban y rompían otra cosa mas de aquel tormento de casa.


Ciego de dolor tras la perdida de lo que más quería en este mundo, había jurado que antes de sentir algo similar o un esbozo de felicidad en su interior de nuevo, se suicidaría, pues aquello sería traicionar a la persona por la que en realidad había sido traicionado, y puso por testigo a todos los dioses en los que la humanidad ha tenido alguna vez fe, de que cumpliría su palabra. Pero a los maquiavélicos fantasmas que se alimentan de los buenos sentimientos, y para los que el amor es un gran majar, no les gustó aquel ataque ante su poder sobre el mundo de los humanos, de modo que acordaron, que el Duque del dolor, se convertiría en uno de ellos, condenandolo así a pasar todas y cada una de las noches de su nueva e infinita vida, asesinando y absorbiendo la felicidad de los habitantes de la tierra, y a rememorar cada vez que cayese en el sueño, todas y cada una de las tétricas escenas que su paso dejaba en aquellas vidas. Atormentado por todo lo sucedido, no tardo en aparecer la locura por su mente, y los rayos de sol, el perfume de las flores en primavera, la risa de los niños en el parque y los bellos finales de las sinfonías se convirtieron en objeto obligado para el nuevo captor de sueños.

"Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida ya están casi muertos." 

sábado, 24 de noviembre de 2012

Moonlight train.

Despertarse de aquel sueño que revivía la peor de sus pesadillas reales en su vida no era una sensación agradable. A pesar de que era muy temprano y de que el carro de Apolo aun no había comenzado su viaje, decidió que sería buen momento para comenzar el largo y apasionante día que lo esperaba. Sin embargo, al darse la vuelta para poder desenredarse de las sabanas, Morfeo decidió secuestrarlo de nuevo. Tal vez eso fuese lo mejor. A pesar de haber dormido una cantidad de tiempo el doble de su dosis habitual, aquello había parecido convertirse en una droga. Las noches eran el único momento de paz en el trascurso de las semanas. Y a pesar de que dedicaba gran porción de ellas a hablar con la gente que de verdad le importaba, los sueños se antojaban demasiado apetecibles en mas de una ocasión.
Los ángeles del pasado, presente y futuro elevaban todos sus pensamientos hacia el cielo del olvido, aletargando sus fastuosos problemas, que regresarían en el brusco despertar de la melodía de piano del amanecer. Sus rostros, ocultos por una luz blanquecina cegadora, se reconvertían en todas las personas que habían jugado algún papel estratégico en su vida. Las estrellas de la imaginación descendían fugaces sobre la faz de aquella tierra fantasiosa, aportando contradicciones reales, infinitos imposibles y tiempos superpuestos en una atmósfera de cálidos y reconfortantes vapores de sentimientos.
Las marcas que la gente graba a fuego son permanentes en el corazón y permanecerán ahí por mucho que esa gente desaparezca. Esto podría parecer divertido incluso, pero cuando la ausencia se hace insoportable, dichas marcas se convierten en abrasadoras puñaladas de dolor que desangran poco a poco a la felicidad, que tantas veces es secuestrada en el periodo de las lunas que dura una vida.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Desengaño musical.


Caer en un profundo mar de oscuridad sin sueño, sin espacio ni tiempo, solo ingravidez total hasta que la inmensidad se hace tan oscura que se convierte en un haz de luz cegadora. De pronto: Suelo.
Silencio. Como el siseo de una serpiente se extiende por los confines de mi universo. Es el reposo absoluto, la calma, el grácil comienzo de todo. Ni siquiera nosotros podemos percibirlo, puesto que nuestra insignificante existencia requiere de un motor constante que se empeña en impedirnos experimentar la maravillosa sensación de la inexistencia por un instante. Tal vez por eso la muerte es algo misterioso: perdemos el sentido de la audición y durante los segundos en los que permanecemos con vida pero nuestra pequeña bomba interior decide detenerse, es posible experimentar la paz deslumbrante que el alma concupiscible no es capaz de apreciar.
En la lejanía de los confines de la percepción, donde las melodías se transforman en suspiros, aparece un suave y mullido colchón armónico,  en grave  tono menor, evocando lo que podría ser perfectamente la eclosión de una obra de arte. Parece que se acerca, pero lo hace tímidamente, manteniendo su casi imperceptible volumen, y acrecentando poco a poco las ansias de algo que se pudiera apoyar en él.
De repente, al otro extremo de mi desmesurada sensación de seguridad sobre tal plácido colchón, aparece algo nuevo, algo distinto, algo musical. Nuevas voces invaden tu mente. El sonido de un piano arpegiando escalas de ultratumba con paso fúnebre, con calma para pasar de un sonido al siguiente. Todo es continuo, formando un conjunto que evoca el recuerdo al mal presagio.
La inseguridad se apodera de mí. Si estas voces han podido surgir de los entresijos del infinito, solo un ser superior podría determinar qué será lo siguiente. Pero no hay tiempo para demasiadas cavilaciones, pues el siguiente elemento no tarda en llegar.
Levantando su arco al mismo tiempo, una horda de violinistas invisibles acechantes en la frontera de la realidad, deslizan con suavidad sus armas sobre las tensas cuerdas de sus afinados instrumentos.  El resultado: un sentimiento. Armonías tan agudas y frágiles que parecen descender de la cumbre del mismísimo monte Parnaso, como enviadas por las musas de Apolo. Se van posando suavemente sobre mi umbral auditivo, llenando de sonidos tu cabeza, cayendo como en cascada, dejando que la gravedad haga su trabajo. Ya no hay escapatoria. Todos están aliados, y se hacen más fuertes por momentos, haciendo que los muros de la hipocresía y del egoísmo de tu interior comiencen a retumbar. Te sientas, con gesto de preocupación, mirando al suelo, pálido como si de nieve virgen se tratase, pues es el único lugar del cual aun parece que no proviene nada que haga peligrar esa maligna integridad humana.
En esta atmosfera continua, que rescata emociones ya olvidadas y hace florecer pasiones como los cerezos primaverales que traen la alegría de los niños y la desgracia de los alérgicos, aparece otro elemento más. Como centellas disparan sus escalas los piccolos y flautas, ascendentes y descendentes, a tal velocidad que parecen infinitas. Estrepitosas subidas, vertiginosas bajadas. Escalas de tristes modos, inspirando alaridos nocturnos desesperados aferrados al dolor.
Es tal el loco movimiento de las notas a través del papel que genera movimiento en el resto de instrumentos. Es la revolución de los violines, que tratando de imitarlos abandonan su estática posición en la melodía para comenzar arpegios acelerados, robando su papel al piano, que, dominado por un pianista endemoniado inexistente ahora prefiere dedicarse a esforzar acordes imposibles maquillados con esbozos de una melodía encantadora.
Este estrepitoso movimiento generado instantáneamente, provoca un giro inesperado en tu corazón, que se retuerce, exprimiendo las primeras gotas de odio y egoísmo que esos momentos de melodía pueden extraer. Una mueca de dolor aparece en tu cara. “Será doloroso”, acabas de descubrir.
Durante el pequeño tramo de magia que ha comenzado a producirse en esta mente cansada, el volumen del antídoto contra la ignorancia y la hipocresía ha ido in crescendo hasta alcanzar la potencia del tono de arenga de los grandes luchadores.
En este cuadro, deseosos de participar en el acto de purificación, entran en escena el resto de músicos. Corriendo a cuestas con sus instrumentos y desprendiendo una cálida aura de inspiración ferviente en el ambiente. Un soplo de aire fresco en la estancia recién despertada de si largo letargo. Trompetas, trombones, clarinetes, flautas, oboes, saxofones, las trompas, el fagot, todos quieren formar parte de este canto celestial a la vida.
Comienzan a trazar dulces melodías, entre las que se pueden percibir los primeros albores de esperanza, de sensaciones positivas, de amistad. Lágrimas dolor resbalan por mi cara, estremeciendo la delicada piel, a punto de arder debido a todo el conjunto de emociones liberadas de mi interior. Estos angelicales susurros de perfección han roto el poderoso candado del escondido baúl de sensaciones censuradas por la dictadura de inmoralidad y fanatismo científico.
Ahora, las poderosas notas de la cuerda se deslizan suavemente sobre el removido colchón de los bajos, que mece la melodía como la hamaca de una anciana en una calurosa puesta de sol de verano. Sus trazos limpios recuerdan al primer vuelo de una mariposa tras la eclosión de su protección, que experimenta por primera vez el calor del sol en sus alas. Las variaciones dinámicas de los clarinetes, emprendedores de la nueva sinfonía de la libertad, otorgan el grado exacto de solemnidad que requiere el momento. Sujetados por las trompetas, que en una octava superior realizan adornadas variaciones sobre su melodioso canto, se mandan cumplidos con las flautas y las trompas que flirtean con respuestas animadas es incluso divertidas, burlándose de mi dolor. 
Boca arriba, tumbado en el suelo, jadeando y con palpitaciones de dolor en el pecho, trato de conservar lo poco de mi ser que queda en pie. Toda la maldad, el egoísmo y el odio son expulsados fuera. Salen volando llevados por los sonidos, que como pequeños cirujanos, se encargan de alejarlos de mí en un catastrófico, largo y doloroso proceso. Los recuerdos que invaden mi mente aprisa, infestándolo todo con el perfume de las flores de los campos de la nostalgia. Las recién abrillantadas imágenes de otros tiempos de pasean ahora a sus anchas por mi cabeza, desatando los hilos de fiereza y rencor que sostienen el gran puente de inseguridad.
En estos momentos, una bella y valiente sinfonía ha invadido la sala. Que ingenuo fui al pensar que tal vez en algún momento podría dejar de escuchar estas melodías del pasado. Con un rugido atronador, los graves de las cuerdas toman las riendas de la situación e inician la ofensiva, apoyados por el resto de músicos de magia, que con sus adornos y pequeños motivos animan a que la fase final sea rápida y sin piedad.
Mis oídos se quejan de este volumen, que sin piedad continua en crescendo. Nauseas, dolores. Me acurruco en el centro de la estancia, como el ovillo de lana de la anciana ciega que lo ve todo. Lo peor de todo es que, a pesar del sufrimiento, comienzo a pensar que esta tortura es merecida.
Todas aquellas veces en las que no sentimos nada, todas las canciones desperdiciadas, todas las voces menospreciadas, hicieron que en lo más hondo de nosotros surgiesen el odio, el rencor, la envidia y el egoísmo, que estos cirujanos del alma tratan de extirpar utilizando sus sádicos instrumentos con presteza.
El tremendo volumen, la precisión cercana a la perfección y la originalidad de esto que me rodea atrae a seres tan mágicos como los sonidos que surgen con el roce de las cuerdas con el arco, del viento a través de la madera y del metal: las hadas, las ninfas y las musas hacen acto de presencia, revoloteando y danzando mientras flotan al son de la música. Parecen ser el último argumento que tiene mi captor, Morfeo, para convencerme de que la batalla la ha ganado él. Ahora ya no importa si perezco en la operación, pues si de veras mi corazón merece seguir con vida, resistirá, y nacerá en mi interior, de las cenizas del fénix de la inspiración encarcelada, una nueva ave más fuerte y poderosa contra la magia de los sueños.
Silencio. Un corte súbito en el espectáculo hace que todo desaparezca de repente. No hay rastro de nada, ni quiera el eco del grito de furia de la música. Todo queda reducido a sombras negras que se difunden en la palidez del suelo, retratando la realidad efímera de los sentimientos que nos acompañan todos los días. Cierro los ojos y aun puedo ver las palabras escondidas entre todas aquellas notas, entre los acordes de la resurrección de la felicidad. 
Con el rostro inexpresivo y el cuerpo congelado, me quedo inmóvil en la inmensidad ahora vacía, esperando a que el sueño venga para despertar.
“Nunca subestimes el poder de una canción.”