jueves, 1 de noviembre de 2012

Desengaño musical.


Caer en un profundo mar de oscuridad sin sueño, sin espacio ni tiempo, solo ingravidez total hasta que la inmensidad se hace tan oscura que se convierte en un haz de luz cegadora. De pronto: Suelo.
Silencio. Como el siseo de una serpiente se extiende por los confines de mi universo. Es el reposo absoluto, la calma, el grácil comienzo de todo. Ni siquiera nosotros podemos percibirlo, puesto que nuestra insignificante existencia requiere de un motor constante que se empeña en impedirnos experimentar la maravillosa sensación de la inexistencia por un instante. Tal vez por eso la muerte es algo misterioso: perdemos el sentido de la audición y durante los segundos en los que permanecemos con vida pero nuestra pequeña bomba interior decide detenerse, es posible experimentar la paz deslumbrante que el alma concupiscible no es capaz de apreciar.
En la lejanía de los confines de la percepción, donde las melodías se transforman en suspiros, aparece un suave y mullido colchón armónico,  en grave  tono menor, evocando lo que podría ser perfectamente la eclosión de una obra de arte. Parece que se acerca, pero lo hace tímidamente, manteniendo su casi imperceptible volumen, y acrecentando poco a poco las ansias de algo que se pudiera apoyar en él.
De repente, al otro extremo de mi desmesurada sensación de seguridad sobre tal plácido colchón, aparece algo nuevo, algo distinto, algo musical. Nuevas voces invaden tu mente. El sonido de un piano arpegiando escalas de ultratumba con paso fúnebre, con calma para pasar de un sonido al siguiente. Todo es continuo, formando un conjunto que evoca el recuerdo al mal presagio.
La inseguridad se apodera de mí. Si estas voces han podido surgir de los entresijos del infinito, solo un ser superior podría determinar qué será lo siguiente. Pero no hay tiempo para demasiadas cavilaciones, pues el siguiente elemento no tarda en llegar.
Levantando su arco al mismo tiempo, una horda de violinistas invisibles acechantes en la frontera de la realidad, deslizan con suavidad sus armas sobre las tensas cuerdas de sus afinados instrumentos.  El resultado: un sentimiento. Armonías tan agudas y frágiles que parecen descender de la cumbre del mismísimo monte Parnaso, como enviadas por las musas de Apolo. Se van posando suavemente sobre mi umbral auditivo, llenando de sonidos tu cabeza, cayendo como en cascada, dejando que la gravedad haga su trabajo. Ya no hay escapatoria. Todos están aliados, y se hacen más fuertes por momentos, haciendo que los muros de la hipocresía y del egoísmo de tu interior comiencen a retumbar. Te sientas, con gesto de preocupación, mirando al suelo, pálido como si de nieve virgen se tratase, pues es el único lugar del cual aun parece que no proviene nada que haga peligrar esa maligna integridad humana.
En esta atmosfera continua, que rescata emociones ya olvidadas y hace florecer pasiones como los cerezos primaverales que traen la alegría de los niños y la desgracia de los alérgicos, aparece otro elemento más. Como centellas disparan sus escalas los piccolos y flautas, ascendentes y descendentes, a tal velocidad que parecen infinitas. Estrepitosas subidas, vertiginosas bajadas. Escalas de tristes modos, inspirando alaridos nocturnos desesperados aferrados al dolor.
Es tal el loco movimiento de las notas a través del papel que genera movimiento en el resto de instrumentos. Es la revolución de los violines, que tratando de imitarlos abandonan su estática posición en la melodía para comenzar arpegios acelerados, robando su papel al piano, que, dominado por un pianista endemoniado inexistente ahora prefiere dedicarse a esforzar acordes imposibles maquillados con esbozos de una melodía encantadora.
Este estrepitoso movimiento generado instantáneamente, provoca un giro inesperado en tu corazón, que se retuerce, exprimiendo las primeras gotas de odio y egoísmo que esos momentos de melodía pueden extraer. Una mueca de dolor aparece en tu cara. “Será doloroso”, acabas de descubrir.
Durante el pequeño tramo de magia que ha comenzado a producirse en esta mente cansada, el volumen del antídoto contra la ignorancia y la hipocresía ha ido in crescendo hasta alcanzar la potencia del tono de arenga de los grandes luchadores.
En este cuadro, deseosos de participar en el acto de purificación, entran en escena el resto de músicos. Corriendo a cuestas con sus instrumentos y desprendiendo una cálida aura de inspiración ferviente en el ambiente. Un soplo de aire fresco en la estancia recién despertada de si largo letargo. Trompetas, trombones, clarinetes, flautas, oboes, saxofones, las trompas, el fagot, todos quieren formar parte de este canto celestial a la vida.
Comienzan a trazar dulces melodías, entre las que se pueden percibir los primeros albores de esperanza, de sensaciones positivas, de amistad. Lágrimas dolor resbalan por mi cara, estremeciendo la delicada piel, a punto de arder debido a todo el conjunto de emociones liberadas de mi interior. Estos angelicales susurros de perfección han roto el poderoso candado del escondido baúl de sensaciones censuradas por la dictadura de inmoralidad y fanatismo científico.
Ahora, las poderosas notas de la cuerda se deslizan suavemente sobre el removido colchón de los bajos, que mece la melodía como la hamaca de una anciana en una calurosa puesta de sol de verano. Sus trazos limpios recuerdan al primer vuelo de una mariposa tras la eclosión de su protección, que experimenta por primera vez el calor del sol en sus alas. Las variaciones dinámicas de los clarinetes, emprendedores de la nueva sinfonía de la libertad, otorgan el grado exacto de solemnidad que requiere el momento. Sujetados por las trompetas, que en una octava superior realizan adornadas variaciones sobre su melodioso canto, se mandan cumplidos con las flautas y las trompas que flirtean con respuestas animadas es incluso divertidas, burlándose de mi dolor. 
Boca arriba, tumbado en el suelo, jadeando y con palpitaciones de dolor en el pecho, trato de conservar lo poco de mi ser que queda en pie. Toda la maldad, el egoísmo y el odio son expulsados fuera. Salen volando llevados por los sonidos, que como pequeños cirujanos, se encargan de alejarlos de mí en un catastrófico, largo y doloroso proceso. Los recuerdos que invaden mi mente aprisa, infestándolo todo con el perfume de las flores de los campos de la nostalgia. Las recién abrillantadas imágenes de otros tiempos de pasean ahora a sus anchas por mi cabeza, desatando los hilos de fiereza y rencor que sostienen el gran puente de inseguridad.
En estos momentos, una bella y valiente sinfonía ha invadido la sala. Que ingenuo fui al pensar que tal vez en algún momento podría dejar de escuchar estas melodías del pasado. Con un rugido atronador, los graves de las cuerdas toman las riendas de la situación e inician la ofensiva, apoyados por el resto de músicos de magia, que con sus adornos y pequeños motivos animan a que la fase final sea rápida y sin piedad.
Mis oídos se quejan de este volumen, que sin piedad continua en crescendo. Nauseas, dolores. Me acurruco en el centro de la estancia, como el ovillo de lana de la anciana ciega que lo ve todo. Lo peor de todo es que, a pesar del sufrimiento, comienzo a pensar que esta tortura es merecida.
Todas aquellas veces en las que no sentimos nada, todas las canciones desperdiciadas, todas las voces menospreciadas, hicieron que en lo más hondo de nosotros surgiesen el odio, el rencor, la envidia y el egoísmo, que estos cirujanos del alma tratan de extirpar utilizando sus sádicos instrumentos con presteza.
El tremendo volumen, la precisión cercana a la perfección y la originalidad de esto que me rodea atrae a seres tan mágicos como los sonidos que surgen con el roce de las cuerdas con el arco, del viento a través de la madera y del metal: las hadas, las ninfas y las musas hacen acto de presencia, revoloteando y danzando mientras flotan al son de la música. Parecen ser el último argumento que tiene mi captor, Morfeo, para convencerme de que la batalla la ha ganado él. Ahora ya no importa si perezco en la operación, pues si de veras mi corazón merece seguir con vida, resistirá, y nacerá en mi interior, de las cenizas del fénix de la inspiración encarcelada, una nueva ave más fuerte y poderosa contra la magia de los sueños.
Silencio. Un corte súbito en el espectáculo hace que todo desaparezca de repente. No hay rastro de nada, ni quiera el eco del grito de furia de la música. Todo queda reducido a sombras negras que se difunden en la palidez del suelo, retratando la realidad efímera de los sentimientos que nos acompañan todos los días. Cierro los ojos y aun puedo ver las palabras escondidas entre todas aquellas notas, entre los acordes de la resurrección de la felicidad. 
Con el rostro inexpresivo y el cuerpo congelado, me quedo inmóvil en la inmensidad ahora vacía, esperando a que el sueño venga para despertar.
“Nunca subestimes el poder de una canción.”

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