
Aquella
tarde, entre las calles del infierno, infestadas de verano y fuego, aletargadas
y empalagosas, se le habían roto todos los abrazos y las caricias que estaban
guardadas delicadamente en las vitrinas de cristal de la memoria de Futuro,
entre los recuerdos canosos y los instantes previos a nacer. Todo se convirtió
en cenizas azuladas, con toques de esmeralda, que languidecían mientras los
vientos del huracán pasado ululaban y golpeaban con son mortífero las ventanas
del palacio de la imaginación.
Los días
verdes y soleados fueron arrasados y mancillados, como las excavadoras arrasan
con un parque para hacer el nuevo edificio de oficinas de la millonaria
multinacional. Pálidos y tímidos pensamientos asomaban de entre los escombros,
teñidos del negro de la impotencia y del fucsia zalamero e indigesto del egoísmo
propio.
El ocaso,
fuera, tocaba ya a su fin y la tormenta se cernía, grande, fuerte y orgullosa.
Hora de cerrar puertas y ventanas, tomar las finas barras del incienso de la
calma y dejarse teletransportar por unas pocas líneas que un perturbado dejó
para el recuerdo, hasta que la sombra y la oscuridad del cansancio se apoderé
del pobre ánima que se cortó con la daga de los sueños.