Salió de la
ducha y le lloraba el cuerpo, el pelo, los dedos de las manos y hasta los ojos.
Se cubrió con una toalla que le pareció lo más suave del universo, tacto cálido,
como el abrazo de un amigo. Se miró en un espejo que de reflejó la imagen más
delicada de su vida. Frágil, como el murmullo del arrollo en una noche de
verano, devolvía una mirada siniestra y cansada, de niño enclaustrado en una
apestosa fábrica gris. El calor lo había empañado todo, y un vapor perfumado
con olor a lilas le rodeaba en aquel baño diminuto, puro, blanco y exquisito,
refugio de todos los males de la catástrofe llamada planeta tierra.
Aquella
tarde, entre las calles del infierno, infestadas de verano y fuego, aletargadas
y empalagosas, se le habían roto todos los abrazos y las caricias que estaban
guardadas delicadamente en las vitrinas de cristal de la memoria de Futuro,
entre los recuerdos canosos y los instantes previos a nacer. Todo se convirtió
en cenizas azuladas, con toques de esmeralda, que languidecían mientras los
vientos del huracán pasado ululaban y golpeaban con son mortífero las ventanas
del palacio de la imaginación.
Los días
verdes y soleados fueron arrasados y mancillados, como las excavadoras arrasan
con un parque para hacer el nuevo edificio de oficinas de la millonaria
multinacional. Pálidos y tímidos pensamientos asomaban de entre los escombros,
teñidos del negro de la impotencia y del fucsia zalamero e indigesto del egoísmo
propio.
El ocaso,
fuera, tocaba ya a su fin y la tormenta se cernía, grande, fuerte y orgullosa.
Hora de cerrar puertas y ventanas, tomar las finas barras del incienso de la
calma y dejarse teletransportar por unas pocas líneas que un perturbado dejó
para el recuerdo, hasta que la sombra y la oscuridad del cansancio se apoderé
del pobre ánima que se cortó con la daga de los sueños.
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