Caer en un profundo mar de oscuridad sin sueño, sin espacio ni tiempo,
solo ingravidez total hasta que la inmensidad se hace tan oscura que se
convierte en un haz de luz cegadora. De pronto: Suelo.
Silencio. Como el siseo de una serpiente se extiende por los confines
de mi universo. Es el reposo absoluto, la calma, el grácil comienzo de todo. Ni
siquiera nosotros podemos percibirlo, puesto que nuestra insignificante
existencia requiere de un motor constante que se empeña en impedirnos
experimentar la maravillosa sensación de la inexistencia por un instante. Tal
vez por eso la muerte es algo misterioso: perdemos el sentido de la audición y
durante los segundos en los que permanecemos con vida pero nuestra pequeña
bomba interior decide detenerse, es posible experimentar la paz deslumbrante
que el alma concupiscible no es capaz de apreciar.
En la lejanía de los confines de la percepción, donde las melodías se
transforman en suspiros, aparece un suave y mullido colchón armónico, en grave tono menor, evocando lo que podría ser
perfectamente la eclosión de una obra de arte. Parece que se acerca, pero lo
hace tímidamente, manteniendo su casi imperceptible volumen, y acrecentando
poco a poco las ansias de algo que se pudiera apoyar en él.
De repente, al otro extremo de mi desmesurada sensación de seguridad
sobre tal plácido colchón, aparece algo nuevo, algo distinto, algo musical. Nuevas
voces invaden tu mente. El sonido de un piano arpegiando escalas de ultratumba
con paso fúnebre, con calma para pasar de un sonido al siguiente. Todo es
continuo, formando un conjunto que evoca el recuerdo al mal presagio.
La inseguridad se apodera de mí. Si estas voces han podido surgir de
los entresijos del infinito, solo un ser superior podría determinar qué será lo
siguiente. Pero no hay tiempo para demasiadas cavilaciones, pues el siguiente
elemento no tarda en llegar.
Levantando su arco al mismo tiempo, una horda de violinistas
invisibles acechantes en la frontera de la realidad, deslizan con suavidad sus
armas sobre las tensas cuerdas de sus afinados instrumentos. El resultado: un sentimiento. Armonías tan
agudas y frágiles que parecen descender de la cumbre del mismísimo monte
Parnaso, como enviadas por las musas de Apolo. Se van posando suavemente sobre
mi umbral auditivo, llenando de sonidos tu cabeza, cayendo como en cascada,
dejando que la gravedad haga su trabajo. Ya no hay escapatoria. Todos están
aliados, y se hacen más fuertes por momentos, haciendo que los muros de la
hipocresía y del egoísmo de tu interior comiencen a retumbar. Te sientas, con
gesto de preocupación, mirando al suelo, pálido como si de nieve virgen se
tratase, pues es el único lugar del cual aun parece que no proviene nada que
haga peligrar esa maligna integridad humana.
En esta atmosfera continua, que rescata emociones ya olvidadas y hace
florecer pasiones como los cerezos primaverales que traen la alegría de los
niños y la desgracia de los alérgicos, aparece otro elemento más. Como
centellas disparan sus escalas los piccolos y flautas, ascendentes y
descendentes, a tal velocidad que parecen infinitas. Estrepitosas subidas,
vertiginosas bajadas. Escalas de tristes modos, inspirando alaridos nocturnos
desesperados aferrados al dolor.
Es tal el loco movimiento de las notas a través del papel que genera
movimiento en el resto de instrumentos. Es la revolución de los violines, que
tratando de imitarlos abandonan su estática posición en la melodía para
comenzar arpegios acelerados, robando su papel al piano, que, dominado por un
pianista endemoniado inexistente ahora prefiere dedicarse a esforzar acordes
imposibles maquillados con esbozos de una melodía encantadora.
Este estrepitoso movimiento generado instantáneamente, provoca un giro
inesperado en tu corazón, que se retuerce, exprimiendo las primeras gotas de
odio y egoísmo que esos momentos de melodía pueden extraer. Una mueca de dolor
aparece en tu cara. “Será doloroso”, acabas de descubrir.
Durante el pequeño tramo de magia que ha comenzado a producirse en
esta mente cansada, el volumen del antídoto contra la ignorancia y la
hipocresía ha ido in crescendo hasta alcanzar la potencia del tono de arenga de
los grandes luchadores.
En este cuadro, deseosos de participar en el acto de purificación,
entran en escena el resto de músicos. Corriendo a cuestas con sus instrumentos
y desprendiendo una cálida aura de inspiración ferviente en el ambiente. Un
soplo de aire fresco en la estancia recién despertada de si largo letargo.
Trompetas, trombones, clarinetes, flautas, oboes, saxofones, las trompas, el
fagot, todos quieren formar parte de este canto celestial a la vida.
Comienzan a trazar dulces melodías, entre las que se pueden percibir
los primeros albores de esperanza, de sensaciones positivas, de amistad.
Lágrimas dolor resbalan por mi cara, estremeciendo la delicada piel, a punto de
arder debido a todo el conjunto de emociones liberadas de mi interior. Estos
angelicales susurros de perfección han roto el poderoso candado del escondido
baúl de sensaciones censuradas por la dictadura de inmoralidad y fanatismo
científico.
Ahora, las poderosas notas de la cuerda se deslizan suavemente sobre
el removido colchón de los bajos, que mece la melodía como la hamaca de una
anciana en una calurosa puesta de sol de verano. Sus trazos limpios recuerdan
al primer vuelo de una mariposa tras la eclosión de su protección, que
experimenta por primera vez el calor del sol en sus alas. Las variaciones dinámicas
de los clarinetes, emprendedores de la nueva sinfonía de la libertad, otorgan
el grado exacto de solemnidad que requiere el momento. Sujetados por las
trompetas, que en una octava superior realizan adornadas variaciones sobre su
melodioso canto, se mandan cumplidos con las flautas y las trompas que flirtean
con respuestas animadas es incluso divertidas, burlándose de mi dolor.
Boca arriba, tumbado en el suelo, jadeando y con palpitaciones de
dolor en el pecho, trato de conservar lo poco de mi ser que queda en pie. Toda
la maldad, el egoísmo y el odio son expulsados fuera. Salen volando llevados
por los sonidos, que como pequeños cirujanos, se encargan de alejarlos de mí en
un catastrófico, largo y doloroso proceso. Los recuerdos que invaden mi mente
aprisa, infestándolo todo con el perfume de las flores de los campos de la
nostalgia. Las recién abrillantadas imágenes de otros tiempos de pasean ahora a
sus anchas por mi cabeza, desatando los hilos de fiereza y rencor que sostienen
el gran puente de inseguridad.
En estos momentos, una bella y valiente sinfonía ha invadido la sala. Que
ingenuo fui al pensar que tal vez en algún momento podría dejar de escuchar
estas melodías del pasado. Con un rugido atronador, los graves de las cuerdas
toman las riendas de la situación e inician la ofensiva, apoyados por el resto
de músicos de magia, que con sus adornos y pequeños motivos animan a que la
fase final sea rápida y sin piedad.
Mis oídos se quejan de este volumen, que sin piedad continua en
crescendo. Nauseas, dolores. Me acurruco en el centro de la estancia, como el
ovillo de lana de la anciana ciega que lo ve todo. Lo peor de todo es que, a
pesar del sufrimiento, comienzo a pensar que esta tortura es merecida.
Todas aquellas veces en las que no sentimos nada, todas las canciones
desperdiciadas, todas las voces menospreciadas, hicieron que en lo más hondo de
nosotros surgiesen el odio, el rencor, la envidia y el egoísmo, que estos
cirujanos del alma tratan de extirpar utilizando sus sádicos instrumentos con
presteza.
El tremendo volumen, la precisión cercana a la perfección y la originalidad
de esto que me rodea atrae a seres tan mágicos como los sonidos que surgen con
el roce de las cuerdas con el arco, del viento a través de la madera y del
metal: las hadas, las ninfas y las musas hacen acto de presencia, revoloteando
y danzando mientras flotan al son de la música. Parecen ser el último argumento
que tiene mi captor, Morfeo, para convencerme de que la batalla la ha ganado
él. Ahora ya no importa si perezco en la operación, pues si de veras mi corazón
merece seguir con vida, resistirá, y nacerá en mi interior, de las cenizas del fénix
de la inspiración encarcelada, una nueva ave más fuerte y poderosa contra la
magia de los sueños.
Silencio. Un corte súbito en el espectáculo hace que todo desaparezca
de repente. No hay rastro de nada, ni quiera el eco del grito de furia de la
música. Todo queda reducido a sombras negras que se difunden en la palidez del
suelo, retratando la realidad efímera de los sentimientos que nos acompañan
todos los días. Cierro los ojos y aun puedo ver las palabras escondidas entre
todas aquellas notas, entre los acordes de la resurrección de la felicidad.
Con el rostro inexpresivo y el cuerpo congelado, me quedo inmóvil en
la inmensidad ahora vacía, esperando a que el sueño venga para despertar.
“Nunca subestimes el poder de una canción.”