Caminaba con paso ligero por las calles.
Las lujosas ventanas de los chalets estaban ya apagadas y las hojas se
arremolinaban al compás del viento por las esquinas de los edificios
revestidos de piedra labrada. Meterse por el barrio rico era el mejor
atajo para alcanzar su casa tras una noche de fiesta en la que el gélido viento
de Abril endemoniaba la oscuridad llena de sombras. Despidió a su amigo, y
continuó solo atravesando los callejones y los pasadizos para acortar. Las
farolas iluminaban bien todos los rincones, pero aquella noche no habrían hecho
falta. Ya estaba allí el impresionante lucero amarillo que
se embravece de vez en cuando.
La luna, dominaba todo el cielo nocturno, quitando todo el
protagonismo que tenían las estrellas. Amaneció enfrentándose al
ocaso, imponente y amarilla como el sol naciente. Rodeada de nubes, conseguía
resaltar su aura mágico y místico, con aires pomposos, haciéndose reina
de la noche y emperatriz de las pequeñas mentes perturbadas que osaron fijarse
en ella como en una noche cualquiera. Creció y
creció, alimentándose de historias, buenas y malas, y su luz fue
azulando los paisajes, helando todo lo que iluminaba, creando espectros de
hielo por las calles, igual que los otros.

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